20
Paloma
Era a la vez maravilloso y sobrecogedor estar de nuevo en la Escuela de Ballet de la Ópera. Cuando salí del metro en la Place de l’Opéra y me encontré ante las columnas de mármol rosado del teatro, mil recuerdos se agolparon en mi memoria. La primera vez que vi el edificio de Beaux Arts, considerado uno de los más bellos del mundo, iba con mi madre. Yo entonces tenía solo tres años y miré boquiabierta las estatuas doradas que representaban la poesía y la música, así como los bustos de bronce de los compositores famosos. Cuando mamá me enseñó el escenario donde ella había bailado, tuve la sensación de haber entrado en un mundo de magia y fantasía. Me había asomado estirando el cuello para admirar la gran araña colgada sobre el auditorio y asimilar la opulencia barroca de los querubines y las ninfas de pan de oro que decoraban las paredes. Cuando entré en la escuela de ballet, fue el sueño de bailar en el escenario de la Ópera de París lo que me dio fuerza para aguantar las extenuantes clases de baile y la brutal competencia. En las ocasiones en que la vida en la escuela se volvía insoportable, lo único que me hacía falta para reponerme era imaginar que miraba al público desde el escenario y salía por última vez a escena para saludar mientras estallaba un atronador aplauso.
Para llegar a la entrada de la Escuela de Ballet había que cruzar un patio. Mientras lo hacía, me acordé de pronto de que mamá me había hablado una vez de un fantasma que había visto una noche cuando se dirigía a toda prisa de su camerino a los bastidores. La aparición era una mujer de cabello oscuro que había salido corriendo hacia ella desde una puerta del pasillo. Mamá se paró en seco para no chocar con lo que pensó que era otra intérprete. Entonces, para su sorpresa, la mujer se había esfumado. Me habría gustado preguntarle más cosas acerca de aquel encuentro cuando me lo contó, pero era frecuente que entre los estudiantes se intercambiaran historias de fantasmas. Al fin y al cabo, el Teatro de la Ópera de París era el lugar donde se desarrollaba la acción de la novela gótica de Gaston Leroux El fantasma de la ópera. Y las bromas asociadas a perder zapatillas de ballet y mover cuadros me habían vuelto escéptica. Aunque Marcel había dicho que todos los españoles ven fantasmas, yo nunca había creído en su existencia hasta que vi a la Rusa.
Me dirigí al camerino, donde me cambié y me puse la malla y los leotardos. Hice unos estiramientos preliminares antes de aplicarme el maquillaje completo de escena, incluidos dos juegos de pestañas postizas. Se esperaba que las alumnas de la Escuela de Ballet mantuvieran un alto nivel de acicalamiento, pero mademoiselle Louvet, que iba a ayudarme a preparar el examen, tenía unos criterios aún más rigurosos. Ella pertenecía a la época sofisticada del ballet, cuando las étoiles tenían la misma consideración social que las estrellas cinematográficas y se tomaban muy en serio sus papeles. Tenían que estar siempre guapas y comportarse con decoro tanto si estaban actuando como si no.
—Ustedes no son solo bailarinas —recuerdo que dijo un día mademoiselle Louvet a mi clase—. Son musas…, deben inspirar al género humano para que aprecie la belleza y viva por ella.
Sin embargo, no tuve más remedio que sonreír cuando recordé que un día mamá me contó que mademoiselle Louvet había estado suspendida temporalmente del Ballet en la década de los treinta por haber bailado en un club nocturno de Mónaco como una «vulgar estrella de music-hall».
Me dirigía a la sala de ensayo cuando un grupo de petits rats, de ratitas, como se conocía a las alumnas jóvenes de la escuela, me adelantó de camino a su clase de baile vespertina. Verlas con sus batas y sus leotardos granate me hizo sonreír. Tenían unos nueve años y lo peor de la competencia y la presión no había comenzado todavía. Para ellas el ballet era todavía magia, belleza y fantasía. Me dio envidia su inocencia y sentí lástima de ellas porque sabía que no tardarían en perderla.
Mademoiselle Louvet estaba esperándome en la sala de ensayo, con el pianista, monsieur Clary. Como era de esperar, la maestra llevaba maquillaje completo, con una sombra espectacular y delineador prolongando los ojos. Tenía un aspecto elegante, con un vestido camisero y zapatillas de tacón bajo. Me atusé el cabello para asegurarme de que estaba perfecto.
—Ah, bonjour, Paloma —dijo mademoiselle Louvet al verme. Me besó—. Qué gran placer volver a verte. Echaba de menos tu preciosa cara.
Mademoiselle Louvet era mi profesora preferida. No había ninguna falsedad en ella. Si te daba la bienvenida con besos, podías estar segura de que más tarde no te iba a abroncar.
—¿Has hecho el calentamiento? ¿Estás lista para comenzar? —preguntó mientras me conducía hasta la barra.
Ocupé mi sitio y monsieur Clary empezó a tocar para que pudiera comenzar mis tendus y glissés. Pese a ser una institución que se atenía estrictamente a las reglas, la Escuela de Ballet estaba haciendo una excepción para mí, utilizando todos los registros al asignarme como profesora particular a una de las mejor consideradas. Si bien era aceptable que intentara pasar de nuevo la prueba para el corps de ballet externamente, había superado la edad en que podía volver de forma oficial a las clases en la escuela o hacer el examen desde allí. Tal vez la escuela me ayudaba por respeto a la memoria de mi madre, que había sido una alumna muy conocida y después una estrella del ballet, o tal vez era porque les indignaba que se hubiera rechazado la incorporación de su mejor alumna debido a prejuicios injustos. Quizá creían que si volvía a hacer el examen, el tribunal, incluida Arielle Marineau, tendría que rendirse ante mi determinación.
Después de los ejercicios de barra y de suelo, mademoiselle Louvet me hizo completar sauts de chats por toda la sala.
—¡Ocupa toda la sala, Paloma! —ordenó—. ¡Eres la reina del escenario!
Las dos horas de clase pasaron volando. Cuando terminé, me quedó aquella sensación familiar de agotamiento y euforia que me hacía amar el ballet.
—Has trabajado bien —me dijo ella una vez dimos las gracias a monsieur Clary y nos quedamos solas en la sala—. Esperaba que pudiera haber algo que recuperar…, pero si acaso has mejorado. —Dio un paso atrás y me contempló cariñosamente—. Hay algo diferente en ti… Paloma, ¿estás enamorada?
Sentí que me ruborizaba. ¿Me había enamorado? ¿Era esa la razón de que cada vez que pensaba en Jaime no pudiera concentrarme en otra cosa?
—He asistido a un par de clases de flamenco —dije—. La profesora me invitó a quedarme a cenar una noche y toda la familia bailó. ¡Fue inspirador! Pero creo que voy a tener que dejar las clases de flamenco para prepararme para la prueba.
Mademoiselle Louvet negó con la cabeza.
—No sé en qué momento las bailarinas se convirtieron en deportistas de élite sin espacio para una vida fuera de los ensayos. Desde luego en mi época trabajábamos muy duro, pero también alternábamos con otros artistas. Así cada uno alimentaba la creatividad de los demás.
Esbozó una sonrisa enigmática y comenzó a interpretar una danza gitana de Les deux pigeons. Tenía más de sesenta años, pero se movía con expresividad y elegancia. Su cuerpo esbelto y su majestuosa belleza nunca se habían convertido en grasa. Pensé que encarnaba a la perfección a una gitana. Hizo una reverencia y yo aplaudí su presentación.
—Fue muy agradable hacer ese ballet —dijo—. Tomé como modelo a la Rusa.
Al oír aquel nombre, la sangre se me heló en las venas. No había oído hablar nunca de ella hasta hacía un par de semanas. Ahora sentía que me estaba metiendo en su vida y que ella quería precisamente eso. Pero ¿por qué?
—He oído hablar mucho de la Rusa últimamente —dije.
Mademoiselle Louvet inspiró con fuerza.
—¡Oh, qué bailarina! —dijo—. ¡Era extraordinaria! ¡Tan majestuosa y tan orgullosa! Al final de su actuación tenía a la gente comiendo de su mano.
—¿La conoció usted personalmente? —pregunté, con la esperanza de enterarme de algo sobre la Rusa por alguien que la hubiera visto en carne y hueso.
Mademoiselle Louvet negó con la cabeza.
—La vi actuar en bares flamencos cuando viajé a Estados Unidos, pero no era alguien que enseñara a alumnos, concediera entrevistas o hiciera vida social. Es sorprendente, ¿verdad? Aparecía en el escenario, donde dominaba por completo a su público y tenía a todo el mundo a sus pies. Después desaparecía. Era increíblemente seductora, pero también había algo sombrío en sus ojos. Muchos españoles tenían esa mirada en su cara. Muchos de ellos habían visto cosas (o habían hecho cosas) durante la Guerra Civil que les impedían volver a disfrutar de la vida.
Sondeé un poco más, pero estaba claro que mademoiselle Louvet no sabía de la Rusa mucho más de lo que yo había averiguado.
—De todos modos —dijo, pasándome la mano por el brazo—, ¿tienes prisa para ir a algún sitio o te queda tiempo para venir a mi despacho? Tengo algo que quiero que oigas.
El despacho de mademoiselle Louvet tenía una hermosa vista sobre los tejados de París. La luz de la última hora de la tarde que entraba a raudales por las ventanas imprimía a todas las cosas un brillo etéreo.
—Aquí —dijo mientras colocaba dos sillas cerca del tocadiscos y me ofrecía una de ellas—. Ser bailarina no consiste solo en seguir el ritmo de la música. Tienes que sentir la música con la esencia de tu ser. Tiene que correr por tus venas. —Puso la aguja en el disco y dejó su mano en la mía antes de sentarse a mi lado—. Ahora cierra los ojos.
Las bellas y nostálgicas notas del Intermezzo en la mayor, opus 118, número 2 de Brahms llenaron el despacho. Era una de esas piezas que me hacían ver la vida como una copa de cristal: tan bella, pero tan frágil.
Mademoiselle Louvet soltó mi mano. Cuando abrí los ojos, vi que había levantado los brazos hacia el techo como si la música se hubiera convertido en gotas de lluvia y estuviera saboreando su frío frescor en la piel. Pensé en Xavier y en la descripción que de él había hecho mamie. Pensé también en mi abuelo. Lamentaba no haberlo conocido de joven.
La música terminó y ella abrió los ojos. Una sonrisa asomó a su cara.
—Estaba sentada en mi despacho escuchando esta misma pieza cuando tu madre entró a toda prisa para decirme que estaba embarazada. —Se echó a reír—. Julieta estaba tan feliz, tan llena de vida. Te deseaba tanto. Por supuesto, todo el mundo en la Ópera se sorprendió cuando presentó su renuncia. «¡Pero tu carrera, Julieta! ¡Tu carrera! ¡Acabas de convertirte en una étoile!», exclamaban todos.
Se levantó y miró un momento por la ventana.
—¿Sabes lo que contestaba tu madre? Les decía: «Pero las madres son las más grandes artistas. Crean vidas». —Se sentó a mi lado—. Tu madre era tan feliz, Paloma. En cuanto tu padre se enteró, le propuso matrimonio. Julieta no tenía ninguna duda de que lo que más quería en el mundo era ser una madre para ti.
Me miré las manos. Sabía que mamá me quería mucho. Solo confiaba en que su enfermedad no la hubiera dejado sospechar de papá, de su traición.
—Gracias. Gracias por contármelo.
Aunque sonreía, mademoiselle Louvet tenía lágrimas en los ojos. Estaba segura de que tenía que haber habido muchos hombres que la hubieran amado, pero ella nunca se casó ni tuvo hijos. Las étoiles en el Ballet de la Ópera se retiraban a los cuarenta años, pero la gente seguía acudiendo a ver actuar a mademoiselle Louvet cuando tenía ya más de cincuenta. Es probable que hubieran seguido acudiendo si no hubiera decidido retirarse y dedicarse a la enseñanza.
—Es usted de verdad una de las más grandes bailarinas —le dije—. Pero ¿nunca se ha arrepentido de no haberse casado y de no haber tenido hijos?
Me tocó una mejilla.
—Nunca, querida. Tomé la decisión correcta para mí. Consagrar mi vida entera al ballet era lo que quería hacer. Exactamente igual que tu madre sabía que había nacido para ser tu madre. No todos somos iguales. Debemos tomar las decisiones que nuestro corazón nos pide a gritos.
Mi corazón pedía a gritos algo. Pero ¿qué? ¿Ballet o algo más?
—Escucha —dijo mademoiselle Louvet—, déjame que te cuente algo. He actuado con las más grandes bailarinas de ballet de todos los tiempos, gente como Danilova y Chauviré. No eran grandes personas porque fueran grandes bailarinas. Eran grandes bailarinas porque eran grandes personas. —Me cogió una mano y me la puso en el corazón—. Esfuérzate por ser primero una gran persona, Paloma. Después tendrás éxito en todo lo que tu corazón te diga que hagas.
Salí del despacho de mademoiselle Louvet entre un torbellino de emociones, con mis pensamientos alternando entre mamá y la Rusa. Tenía la sensación de estar a punto de resolver un gran enigma. Iba reuniendo las piezas de aquel rompecabezas, pero no tenía ni idea de cómo encajarlas.
Fui a la oficina de administración para pagar las clases particulares y matricularme para el examen final. Cuando terminé con el papeleo, estaba deseando marcharme a casa. Iba a quedar con Jaime para cenar y después iríamos a ver al guitarrista flamenco que había conocido a la Rusa. Pero antes necesitaba estar un buen rato en la bañera y echar una cabezadita.
Al salir de la oficina me encontré con madame Genet, que había sido una de mis profesoras cuando era una petit rat. Si mademoiselle Louvet era el tipo de bailarina que yo soñaba ser, madame Genet era aquella que temía llegar a ser. En vez de ágil, cada tendón de su cuerpo parecía estar estirado al máximo. Era tensa en sus movimientos, nada fluida, e incluso estar cerca de ella me hacía sentir ansiosa.
Le hice una reverencia, pero por su manera de mirarme pensé que no debía de haberme reconocido.
—Bonjour, madame Genet —dije—. Soy yo, Paloma.
Las comisuras de su boca se inclinaron hacia abajo y avanzó hacia mí. Retrocedí instintivamente. Había recibido unos cuantos porrazos de ella en mi época por no levantar la pierna lo bastante alto. Era demasiado nerviosa y nunca se sabía cuándo iba a perder los estribos. Había sido una de las bailarinas más brillantes del Ballet, pero sus nervios estallaron durante el estreno de El lago de los cisnes. Odette era el papel que siempre había aspirado a bailar. Después de aquello, se retiró y se dedicó a la enseñanza. Parecía que nunca se había recuperado de la amargura de su decepción.
Madame Genet acercó su cara a la mía. Su aliento era una mezcla de olores rancios: café, tabaco y jamón.
—No creo que la escuela deba dejarte que hagas el examen otra vez —dijo—. ¿De verdad piensas que cuando hayas dedicado otros seis meses a practicar, y absorbido el precioso tiempo de mademoiselle Louvet, vas a tener éxito en un segundo examen?
La piel comenzó a picarme. Comprendí lo que iba a pasar a continuación: mademoiselle Louvet me había levantado el ánimo y ahora madame Genet se disponía a decir algo desagradable para frustrarlo. Miré hacia el pasillo, mientras me preguntaba si podría escaparme sin parecer grosera. Pero tenía que mantener a la escuela —y a sus profesoras— en el puesto que les correspondía. No tenía otra opción que escuchar lo que tuviera que decir.
—Estuviste extraordinaria en tu último examen —dijo—. Nunca he visto a una alumna actuar tan bien sometida a presión. Sin embargo, a pesar de que el director del ballet te había visto bailar antes decenas de veces, de que todos los profesores de esta escuela te dieron las máximas recomendaciones y los jueces independientes te aceptaron, ¡no conseguiste entrar en el corps de ballet! —Su voz subió de tono—. Si mademoiselle Marineau tenía suficiente influencia para impedir que entraras en el corps el año pasado, ¿qué crees que habrá cambiado ahora? Sigue siendo la directora de ballet. Y si dice que no puede trabajar contigo, ¡no te contratarán! ¡Y ya está!
Madame Genet me miró fijamente, como si esperase una respuesta. Yo sabía que su cólera tenía que ver más con su propia carrera frustrada que con mi destino. Y, sin embargo, ¿cómo podía argumentar? Me esforcé por no llorar. Todo lo que había dicho era verdad. Tal vez yo —y conmigo el director de la escuela de ballet y los profesores bienintencionados— me engañaba al pensar que el director del ballet de la Ópera anularía esta vez la influencia de mademoiselle Marineau. Una lágrima rodó por mi mejilla y luego otra. No tardé en ponerme a sollozar. Pero madame Genet no era una mujer compasiva.
—Aunque si por fin consiguieras entrar en el corps de ballet —continuó—, mademoiselle Marineau te haría la vida imposible. Te odia con verdadera pasión: ¡todos aquellos años eclipsada por tu madre!
—Mi madre está muerta —dije, intentando calmarme—. Mademoiselle Marineau no ha mantenido una conversación privada conmigo ni una sola vez para que le haya causado ninguna ofensa personal. Si acaso, debería estar agradecida. Fue por mí por lo que mi madre se retiró a los veintiún años. A mademoiselle Marineau la ascendieron a première danseuse después de eso.
Madame Genet entrecerró los ojos.
—Y, aun así, tu madre encontró la manera de que Marineau fuera la segunda.
No sabía a qué se refería. Cuando terminó su carrera en el ballet, mi madre me había criado a mí. Ni siquiera se había dedicado a la enseñanza, salvo para ayudar alguna que otra vez a mamie. Había estado totalmente alejada de la vida de Arielle Marineau.
—¿De qué está hablando? —pregunté.
A madame Genet le tembló la barbilla y miró por encima del hombro. Tenía manchas en las mejillas, algo que le sucedía cuando estaba nerviosa.
—Yo no soy quién para contártelo —dijo, tal vez al darse cuenta de que había llegado más lejos de lo que pretendía.
Volvió a mirar en dirección a su despacho y se apartó de mí.
—¡Por favor! —la agarré de un brazo—. Si hay alguna razón que desconozca para que mademoiselle Marineau me rechace siempre, ¡dígame cuál es!
Madame Genet me apartó de un empujón.
—Yo no soy quién —repitió—. Tendrás que preguntárselo a tu padre.
—¿A mi padre? ¿Qué tiene que ver él con nada de esto?
Pero ya se alejaba a toda prisa por el pasillo, como si intentara escapar de un animal peligroso.
—Tendrás que preguntárselo a él —fue lo único que dijo antes de desaparecer en su despacho y cerrar la puerta con llave.
Después de aquella inquietante conversación, dudé de que un baño y una cabezada fueran a calmarme. Me detuve en un café cerca de la estación del metro y pedí un espresso y un éclair de chocolate. No solía comer cosas con crema. La riqueza del éclair me hizo sentir náuseas, aunque solo me comí la mitad. Pagué al camarero y me encaminé a la cabina telefónica más cercana. La llamada que me disponía a hacer no era una que pudiera hacerla desde casa.
El teléfono sonó unas cuantas veces antes de que la voz de un hombre joven contestara. ¿Pierre? No había hablado nunca con el hijo de Audrey, pero supuse que debía de ser él quien había contestado.
—Quisiera hablar con mi padre —dije.
Era extraño hablar con alguien que ahora tenía con papá una relación más estrecha que yo.
Pierre no respondió enseguida. Tal vez estaba desconcertado. Nunca antes había llamado.
—Iré a avisarle —dijo por fin.
El corazón me latía con fuerza en el pecho. Tal vez mi padre estaría de gira, pensé cuando llamé. Hacía meses que no hablaba con él y no me sentía preparada.
La voz de mi padre llegó a través de la línea.
—¿Paloma? ¿Va todo bien?
—Escucha —dije—, voy a hacer de nuevo el examen para el corps de ballet. Me he encontrado con madame Genet hoy en la escuela y se ha mantenido firme en la opinión de que Arielle Marineau seguirá estando en mi contra. Cuando le he preguntado por qué odiaba tanto a mamá después de todos estos años, ha dicho que tú podrías explicármelo.
Mi padre guardó silencio.
—¿Sabes el motivo? —pregunté—. Estoy a punto de comenzar seis meses de preparación intensiva, pero madame Genet dice que estoy perdiendo el tiempo.
Mi padre suspiró.
—Paloma, salgo dentro de una hora hacia el aeropuerto. Tengo unos conciertos en Nueva York. Pero estaré de vuelta dentro de una semana. ¿Por qué no vienes a verme entonces? Esto no es algo que pueda explicarte por teléfono.
Me sobrevino una náusea. Así que había alguna razón al margen del Ballet para que mademoiselle Marineau siguiera odiando a mamá. Pero no tenía otra elección que esperar una semana para averiguar la verdad.
—De acuerdo, te llamaré entonces —le dije, y colgué el teléfono.
No quería entrar en una discusión con mi padre sobre ninguna otra cosa. Desde luego no quería que me preguntara si iba a asistir a su fiesta de cumpleaños.
No estaba de buen humor cuando me reuní con Jaime en la Rue du Faubourg Saint-Denis, en Montmartre. Lo vi en cuanto aparqué el coche de mamie. Con un chaquetón marinero gris, camisa floreada y pantalón ajustado y acampanado, era una atractiva mezcla de hombre bien vestido y músico bohemio. Su pelo brillante destellando a la luz de las farolas hizo que varias mujeres volvieran la cabeza al cruzarse con él. La idea de que un chico tan codiciado se dispusiera a llevarme a cenar debería haber sido suficiente para sacarme de mi mal humor, pero me resultaba difícil ser optimista cuando el sueño de toda mi vida estaba a punto de frustrarse por razones que no podía entender.
—¡Ah! ¡Parece que has tenido un mal día! —dijo Jaime, al tiempo que me besaba en las mejillas—. ¿A qué viene esa cara larga?
Hice todo lo posible para cambiar la cara de pocos amigos por una sonrisa.
—¿Tanto se nota?
—¿Es algo de lo que quieras hablar?
Negué con la cabeza. Lo último que quería hacer era aburrir a Jaime con mis problemas.
—Es algo que quiero olvidar.
Asintió y me llevó hacia la Rue Cail.
—Bueno, espero que te guste el restaurante que he elegido —dijo con una sonrisa—. No podía decidir si debíamos cenar en un restaurante catalán, uno andaluz o uno francés, así que he reservado una mesa en un restaurante indio. Espero que te guste el curry.
—Me gusta —dije, mientras intentaba olvidar que la última vez que había estado en un restaurante indio fue con mi padre, en Londres.
Mi madre solo aceptaba la comida francesa o la catalana. Detestaba ir de gira si eso significaba que tenía que vivir durante semanas de alimentos extranjeros. Pero a mi padre, para ser francés, le gustaba experimentar.
El ambiente de crisálida del restaurante que Jaime había elegido, con sus velas, sus manteles de tintes vegetales y sus cojines de espejos bordados, me ayudó a relajarme. La música que sonaba al fondo me recordó que se suponía que los gitanos eran originarios de la India. Por eso había parecidos entre la música india y el cante y el baile gitanos.
Cuando nos sentamos a nuestra mesa y el camarero nos entregó los menús, los aromas del arroz basmati y del cilantro que salían de la cocina despertaron en mí un apetito que antes no tenía. Pedimos unas salsas, samosas y pakoras para empezar.
—¿Y te cayó bien mi familia? —preguntó Jaime—. Tú a ellos sí.
Me agradó que mi proverbial torpeza no los hubiera asustado.
—Me cayeron muy bien —le dije—. Tengo la impresión de que haríais cualquier cosa los unos por los otros.
—Más o menos —admitió—. Y esos no son todos. La mayoría de mis parientes siguen viviendo en España.
—Debe de ser muy duro… estar tan separados.
—Sobre todo echo de menos a mis hermanas —dijo Jaime, mientras partía un pedazo de pan de naan—. Son más jóvenes que yo. Cada vez que las veo, han crecido varios centímetros. —Empujó hacia mí la salsa de menta y yogur—. Esta está buena, pruébala.
Extendí la mezcla cremosa en un trozo de pan.
—Mmm —dije, tomando un bocado—. Ajo, jengibre y cilantro.
Nos reímos mientras recordábamos cómo Carmen había probado conmigo su comida andaluza en la cena.
—¿Tu abuela es de Barcelona? Debió de ser partidaria de la República —preguntó Jaime.
—Sí —dije, cogiendo la servilleta y llevándomela a la boca—. No ha comenzado a hablar de su vida en España hasta ahora que Franco ha muerto.
—Sigue siendo demasiado doloroso para muchos de ellos… Mi tía Carmen no habla casi nunca de mi tío.
—¿Qué le pasó?
—Murió en la cárcel. Lo detuvieron por protestar contra el régimen de Franco. Fue entonces cuando Carmen e Isabel salieron del país.
—¿Cómo has podido entrar y salir tú con tanta libertad? —pregunté—. Si tu tío era un preso político, pensaba que no te dejarían ir a ninguna parte.
—Mi padre es un importante cirujano en Granada —dijo—. Odia el sistema, pero se quedó porque vio que su principal propósito era salvar la vida de la gente. Su posición le concede privilegios especiales, pero pensó que yo recibiría una educación musical superior en Francia. En España, el mundo del arte está férreamente controlado, aunque eso ahora podría cambiar.
Miré mi plato pensativa. Mi vida había cambiado considerablemente en un par de semanas. Había toda una parte española de mí que estaba saliendo a la luz. Vi que Jaime y yo teníamos mucho en común en lo referente a nuestros orígenes de familias desplazadas.
—Ahora cuéntame más cosas de tu ballet —dijo mientras levantaba el vaso de agua—. ¿Cuándo voy a verte en un escenario?
Sin querer, esbocé una ligera mueca de disgusto. El ballet era mi gran pasión en la vida, pero también me causaba mucho dolor.
Jaime notó mi malestar.
—¿Es eso lo que te preocupaba antes?
Me gustaba la manera como me miraba, como si le interesara por encima de todo lo que pudiera decir. De pronto, sentí el impulso de contárselo todo: sobre mi padre, sobre mi fracaso para ingresar en el corps de ballet, tal vez incluso acerca de la «visita» de la Rusa. Pero el camarero llegó con nuestro palak paneer y nuestro korma curry. Mientras lo dejaba todo en la mesa y volvía a llenar nuestros vasos de agua, decidí limitar mis confidencias a lo no sobrenatural.
Conté a Jaime que mi madre había sido una estrella del Ballet. Le hablé de mi clase con mademoiselle Louvet y mi encuentro con madame Genet.
—Mi padre está de gira, así que tengo que esperar hasta que vuelva para que me dé una explicación de por qué madame Genet está tan convencida de que la directora de ballet de la Ópera hará que me rechacen de nuevo.
—A lo mejor tu madre puede explicarte lo que pasó —sugirió Jaime.
Negué con la cabeza.
—Murió hace un año y medio. De cáncer.
—Lo siento —dijo, y pude ver por la expresión comprensiva de su cara que lo sentía.
Estuvimos callados unos instantes.
Pensé en el bello escenario del Teatro de la Ópera de París y en cómo había consagrado cada día de mi vida al sueño de bailar en él. Recordé a madame Genet haciendo añicos mis esperanzas. Me entraron ganas de gritar. Pero estaba acostumbrada a mantener mis sentimientos bajo control. Además, Jaime ya estaría lo suficientemente preocupado.
Miré mi reloj.
—¿Deberíamos irnos?
Él asintió y le hizo una seña al camarero para que trajera la cuenta.
El bar flamenco al que Jaime me llevó era una antigua bodega, con las paredes revestidas de paneles y largos bancos de madera. Se entraba a través de un empinado tramo de escalera. Manolo, a quien habíamos venido a ver, ya estaba tocando. Las pobladas cejas negras del músico contrastaban con su pelo blanco. El aire estaba cargado del humo de los cigarros y del olor afrutado de la sangría. El camarero, que parecía conocer a Jaime, nos trajo dos sillas para que pudiéramos tener una vista de primera fila. Manolo tocaba un ritmo rápido. Me sentí hipnotizada por la destreza de sus dedos.
—Es una bulería —explicó Jaime.
Bulería viene de «burlar». Como el ritmo parecía cambiar de forma tan dramática de un momento a otro, era cierto que engañaba al oyente sobre adónde iba la pieza.
—Es uno de los palos más difíciles del flamenco —me susurró Jaime—. Hacen falta años para dominarlo.
Observé las caras embelesadas de la gente. Sentí que despertaba de un largo sueño. Así que había otro mundo fuera del ballet. Normalmente, un viernes por la noche estaría en casa leyendo un libro o escuchando música después de un día entero de clases. Me pregunté cómo sería no sentir la presión constante de sobresalir, tener una vida y un trabajo normales y poder salir con Jaime así cada vez que quisiera. Pensé en lo que mademoiselle Louvet había dicho: «No sé en qué momento las bailarinas se convirtieron en deportistas de élite sin espacio para una vida fuera de los ensayos».
Después de la actuación, Manolo saludó a Jaime y vino a sentarse con nosotros. Jaime pidió una botella de vino.
—Esta es mi amiga Paloma —dijo al tiempo que servía vino en tres vasos—. Es bailarina y está interesada en saber más sobre la Rusa.
—Ah, la Rusa —dijo Manolo, con una mirada soñadora—. Hice giras con ella. Yo solo era un chaval y ella era una estrella. Se congregaban multitudes para verla allí donde iba. En Sudamérica tuvieron que usar mangueras contra incendios para que la gente no se descontrolara. No creo que haya nunca otra bailaora como ella. Era un fenómeno. —Soltó una risita—. Era sin duda una conmoción para públicos refinados que estaban acostumbrados a bailarinas como Anna Pavlova y la Argentina. Hasta la misma Isadora Duncan era mansa comparada con ella. Pero la Rusa… era lo contrario de «civilizada». Cuando la veías actuar, el edificio se te podía caer encima y no darte cuenta. Hechizaba a sus públicos. ¡Era magnífica!
—¿Y cómo era como persona, no como artista? —le pregunté.
Manolo se recostó y tomó un sorbo de vino.
—Era famosa, pero nunca fue una esnob. Después de un espectáculo, nada le gustaba más que quitarse los zapatos y cocinar para todos nosotros una olla de estofado. Y también era generosa. Un año que mi mujer y mi hija estuvieron enfermas, cuando llegué al hospital descubrí que la Rusa había pagado todas las facturas médicas.
Lo que Manolo contaba me pareció un poco contradictorio: una mujer que era una gran estrella preparando un guiso en su cocina como un ama de casa.
—Mi profesora de ballet me dijo que la Rusa era bastante dada a recluirse después de la guerra, cuando vivió en América —dije—. ¿Sabe por qué?
Manolo se miró las manos.
—Todo el mundo quedó destrozado después de la Guerra Civil. Los españoles… Bueno, nos encanta la música, nuestro vino y nuestro baile, pero podemos ser brutales. No creo que la guerra dejara a nadie sin cicatrices. La Rusa se había quedado para luchar. Permaneció en Barcelona hasta el final. La mayoría de la gente del mundo del espectáculo se había marchado hacía tiempo a América o al resto de Europa antes de que las cosas se pusieran demasiado feas. Poetas, artistas y bailarines solían ser los primeros en la lista de ejecución de los nacionales de Franco. Arriesgó su vida para luchar por la República.
—¿Por qué cree que se quedó? —pregunté.
Su mirada se perdió en la lejanía por un instante.
—No sé por qué. A lo mejor creía de verdad en la igualdad de los seres humanos y estaba dispuesta a morir por ello.
Lo que Manolo me estaba contando era interesante, pero ¿dónde encajaba todo? Me di cuenta de que había muchas cosas sobre la Rusa que se desconocían. Tantas que era probable que no se supieran nunca. Me pregunté si su espíritu había venido a verme para que yo pudiera comenzar a sacar a la luz su historia. Como si quisiera estar en mis pensamientos.
No había una forma fácil de hacer la siguiente pregunta. Respiré hondo.
—La Rusa se suicidó en París. Pero Jaime dice que mucha gente de la comunidad española piensa que la asesinaron. ¿Qué me dice?
Manolo movió bruscamente la cabeza.
—Sí, yo también lo he oído. Pero no se me ocurre cómo alguien iba a poder llevarla engañada hasta el lugar donde murió. O empujarla debajo de aquel tren. Era demasiado lista para eso.
Me quedé sin respiración. ¿Un tren? No esperaba que la Rusa hubiera muerto de una manera tan violenta. Había pensado en una muerte más romántica, como ahogarse en el Sena. Manolo estaba haciendo muecas, como si algún recuerdo le preocupara.
—¿Vio usted dónde murió? —pregunté.
Manolo asintió.
—En un suburbio a las afueras de París. Le fui a llevar unas flores. Estaba muy preocupado. Había perdido su pista cuando se fue de Europa. Tal vez podría haber hecho algo para ayudarla.
Los tres nos quedamos pensativos. Tal vez había demasiadas personas en nuestras vidas a las que no apreciábamos lo suficiente hasta que era demasiado tarde.
Manolo se irguió en su silla.
—Había en París alguien que conocía muy bien a la Rusa. La conoció antes de que fuera famosa. De hecho, creo que la ayudó. Es probable que él hubiera podido contarte muchas más cosas de ella, pero lamentablemente murió hace unos años.
Asentí. Una vez más, la Rusa se me escabullía. Era exactamente igual que una bulería: en cuanto pensaba que había comprendido algo sobre ella, todo volvía a cambiar.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté por curiosidad.
—Gaspar Olivero. Era catalán.
El ambiente de la sala pareció cambiar. Me sentí aturdida. Tal vez el humo denso y el vino estaban afectándome. Estaba segura de que no podía haber oído correctamente.
—¿Cómo dice? —preguntó—. ¿Podría repetir ese nombre?
—Gaspar Olivero —insistió Manolo—. Fue el músico que acompañó a la Rusa durante muchos años. Fueron grandísimos amigos.
Sentí que desfallecía. Me volví hacia Jaime, que enarcó las cejas.
—¿Significa algo ese nombre para ti? —preguntó.
—Sí —dije, intentando recobrar el aliento—. Gaspar Olivero era mi abuelo.